9.12.06

Cuento que obtuvo el tercer lugar de la décima versión del "Concurso de Cuentos para Escritores de la Primera a la Cuarta Regiones", evento que se consolida como el principal certamen literario de la Macro Zona Norte.
La versión 2003 de la tradicional competencia, que organiza la Universidad Católica del Norte (UCN)

El aroma de la naranja
César Araos Loyola

El aroma de la naranja se apoderaba de su cuarto. Mil, diez mil partículas de naranja flotando y besando su nariz, sus poros limpios, impregnándola de esas esencias volátiles y mezclándose con su aroma natural, ahí donde nacía otro, un nuevo elixir que parecía atravesar toda distancia, que entonces, como ahora, me mantiene hipnotizado.
De lado. De lado la figura en el espejo mostraba su cuerpo hermoso, perfecto. La naranja se hacía agua en su boca, gajo a gajo, en un crujir sensual. Volteaba. Ahora de frente. Con una mano se cubría un pecho, luego el otro y con la otra apretaba la mitad de la naranja que chorreaba su jugo por el antebrazo hasta caer.

Siempre es algo parecido, hoy es una naranja. La semana pasada una manzana. Una manzana roja que se desgarraba entre sus dientes y se deslizaba sobre su cuerpo, sobre su ombligo, entre sus senos, allí roja, con la parte mordida hacia la piel, dejando un brillo suave, mojado y fresco en su tez desnuda.
Era excitante verla frente al enorme cristal de bordes biselados que la reflejaba mágicamente y que me obligaba a imaginar las delicias de su piel. Porque en ese juego es como si las frutas fueran parte de ella y tomaran vida en la imagen virginal de su cuerpo suave, blanco, espontáneo.

Muchas mujeres se ven en los espejos, en las lagunas, en los metales pulidos y saben que su imagen se envuelve en el delirio, se sienten sublimes, casi inalcanzables; sabiendo que su reflejo es eso: una figura impalpable, un espejismo que se disipa cada vez que quieres atraparlo.
No siempre un hombre puede abordar un reflejo de hembra hasta saciarse, y emborracharse buscando la isla que lo salve de la soledad que lleva dentro, de esa orfandad absoluta que se apodera del ser desde que deja el vientre y es empujado con fuerza al infierno, donde cada uno se aferra a lo que puede, para no morir ahogado en mil dedos que lo culpan de cada mínimo detalle.

Mirar. A los trece o catorce años ese era un juego normal. El de ir a la parte baja del río y entre los matorrales buscar un objeto para la vista. Siempre había gente bañándose en los veranos calurosos de fines de los setenta. Familias completas con sus trajes de baño desteñidos, olvidándose del mundo en las aguas barrosas del Mapocho, allá en las afueras de Santiago. Niños, niñas, jóvenes y viejas que escondían sus cuerpos tras las ropas vencidas, estropeadas de la pobreza. Entonces lo primero: caminar haciéndose el leso para ver dónde mirar, a quién invadir con ojos morbosos y largos, preparándonos para ese cuerpo nuevo bajo el descolorido traje. Porque esperar valía la pena, siempre salían del agua en la tarde con un poco de frío y corrían detrás de los árboles a cambiarse y ponerse ropa seca. Y allí estábamos, escondidos, mirando el soltar de los breteles que dejaban los pechos nuevos en el aire, flotando, acariciando el viento y nuestros ojos, largos ojos de águila al acecho. Con los años me he mantenido mirando, metido en mí mismo, en mis propios dialectos y fantasías, en la seguridad que nadie sabría entenderme por completo, que en realidad, nadie quiere entenderme, que entrar en mi vida resulta difícil, lo sé, es por eso que me aparto y observo.

No recuerdo cuándo decidí encerrarme en este cuarto, pero llevo mucho. Casi no he salido por ese temor idiota que le tengo a la gente, es como si intuyeran todo de mí, que sus miradas me atravesaran, que supieran que esa noche los vi desde mi ventana, aunque sé que es imposible, todo estaba tan oscuro a causa de los apagones, además, nunca se lo he dicho a nadie, cómo podrían saberlo. Pero es igual. Tal vez a ella algún día se lo mencione y así me alejaría un poco más de mí mismo. Ella es lo único que me salva con sus frutos y sus juegos amorosos. Si no fuera por Claudia no tendría nada. Ella es la que me mantiene en el hilo de la cordura. Alejándome de recuerdos y cobardías, de mis obsesiones y esas terribles crisis de pánico. Porque es normal, normal mirarla como la miro, sentir esa necesidad de tenerla ahí, a mi alcance, como único enlace con la vida, como única ancla. Quisiera que todo fuera como un piano tocando sin parar, ahí en esa parte rápida de la Séptima Sinfonía, donde pareciera que las teclas saltaran y que los dedos se multiplicaran dándole a las notas, sube y baja con las escalas, de arriba abajo, tan matizado como la vida de afuera, como Claudia frente al espejo, como las partículas del aroma flotando y yo aquí, mirando sin posibilidad de avanzar, de salvarme...

Sé que estoy solo, que por alguna razón me he ido quedando solo. Dicen que soy un cobarde, que por eso comencé a alejarme de la vida real, que no saco nada con esconderme de mí mismo, pero ¿qué gano con mezclarme entre la gente?. Si no soy más que un punto insignificante, desde siempre, desde que me paraba en la puerta a escuchar las discusiones de mis padres, los gritos, los golpes y los llantos. Y cuando me veían, me gritaban ¡Ándate de aquí cabro’e mierda! ¡Esto es una conversación de grandes! Y yo, con mis ojos llenos de rabia, salía corriendo para no ver cómo subían los insultos hasta derramarse por las ventanas, corría y corría, pero ¿qué sacaba con huir si siempre llegaba a lo mismo?. A la expulsión, a los exilios mentales, a los “¡Tu no eres nada!”, a los “¡inútil, siempre has sido un inútil!”. Como ese tan común “nadie más juega”, cuando me acercaba a mis vecinos del barrio que jugaban a la pelota, y que al verme venir gritaban ¡Nadie más juega! ¡Nadie más juega! Y yo con mi cara de idiota. Con la camisa cerrada hasta el último botón me sentaba a todo sol, mirando, escuchando sus burlas, sus risotadas, para que al final, cuando uno de ellos se iba a su casa, cansado, transpirando hasta los zapatos de tanto correr y les faltaba uno, me decían, -¿Querís jugar Daniel?- y yo abría los ojos bien grandes y corría a la cancha improvisada para patear la pelota, entonces me decían: -¡Ya!¡Si querís jugar ponte al arco!- Me mandaban al arco. Ahí nunca pasaba nada, era como decirme: Apártate, mantente lejos, más lejos, no molestes...

Pero eso qué importa ahora, ahora que tengo esto, lo único que me mantiene conectado, como un hilo de oro invisible, pero que está ahí, firme, incluso cuando he querido cortarlo en medio de alguna crisis, cuando me escondo en un rincón, desnudo, agachado, como un ovillo de hombre, como una pelota de nada, sin saber cómo no sufrir y al mismo tiempo queriendo sufrir, queriendo sentirme aislado, siempre al lado de adentro de la puerta, lleno de miedos, ausente, que nadie sepa de mí, por eso me desnudo, para ser invisible, sin colores, sin telas. Desnudo no me veo, no me siento. Nadie sabe que existo. Y meto la ropa en una bolsa negra, la amarro y la entierro bajo la cama. Es porque he comenzado a sentir ese desamparo tan profundo. Entonces, escondo los cuchillos y las tijeras, cierro todas las ventanas, corto la luz y me encajono en la esquina, la esquina más lejana de la pieza, oculto la cabeza entre las rodillas y lloro, lloro mucho, jadeando entrecortado por ese aire denso que me rodea, grito y vuelvo a llorar hasta quedar seco, callado, sin respirar casi, sin abrir los ojos, sin pensar en nada, porque sé que mi alma está más despojada, más sola, más muerta que yo mismo.
Es por eso que me salvas Claudia, porque tu imagen me da una luz pequeña que va creciendo hasta despertarme, hasta sacar mi cara escondida de entre mis rodillas y abro los ojos para ver si es de día o de noche, para ver si aún estoy vivo o sólo soy un fantasma de persona, que no me importó el hambre ni el frío ni nada de lo que pasa afuera como siempre. Que no vale la pena. Y ahí pienso en ti en el espejo, con las frutas y tu cuerpo. Entonces me levanto, voy a la ventana antes de cualquier cosa y abro la cortina para que entre algo de luz, para ver el hilo de oro que me amarra al suelo, sintiendo el dolor de las piernas, de la espalda como si hubiera muerto... Pero, claro, estoy vivo.

Siempre me masturbo Claudia, siempre, tirado en la cama, desnudo, con la música a todo dar, con las mismas imágenes revueltas, con la ventana abierta para sentir el viento y para que salga ese olor fuerte y caliente del semen y del cuerpo en espasmos inconscientes. A veces vomito Claudia, a veces. Porque los seres como yo vomitan cuando están hartos. Cuando no pueden quebrar los vidrios y no logran pasar un filo agudo por sus muñecas por miedo a la muerte, por cobardía, por espanto. Tal vez no te llames Claudia y te llames Laura o Nicole, no lo sé. Sólo creo que Claudia te queda bien, es como un nombre muy tuyo, así como te veo frente al cristal, revelando tu ropa interior llena de encajes, y tus labios pintados en sangre y tus pestañas de nunca acabar y te estudio al jugar con las uvas, las manzanas, las naranjas hasta quedar sin nada, sólo con mi vista sobre tu cuerpo.
Estoy seguro: me sabes aquí cuando te desnudas y haces ese show, y te gusta que te vea. Lo supe cuando un día encendí un cigarrillo, en medio de la noche, en mi ventana oscura, y viste el reflejo del fuego en tu espejo y quisiste mirar, hiciste el intento de mirar, pero te arrepentiste, te delató ese destello automático de taparte, de poner tus manos en tus pechos y voltearte hacia mi ventana. No lo hiciste, lo sé, un flash de arrepentimiento te vino en el mismo momento que girabas la cabeza, pero me di cuenta, lo supe, supe que te gustó que te mirara, que te observara, seguro pensaste que yo igual estaba desnudo, con el miembro bien tieso apuntando en tu dirección. Sé que el fulgor del cigarrillo dejaba ver algo de mi cuerpo entre la penumbra, además, me has visto en la calle un par de veces o tal vez más, tal vez también juegas a mirar y conectarte con el mundo sólo con eso, y si es así, no querrás conocerme, como yo tampoco quiero, es sólo que hay días que no aguanto más y anhelo ir, golpear tu puerta, contarte quién soy y llorar en busca de tu abrazo. Tal vez me esperas, deseas que llegue y te salude con un ramo de flores en mano. Pero si no resulta, Claudia, todo será negro. Todo será como al principio, cuando salí corriendo de la casa y pensé que volver no tenía sentido, que era mejor no molestar más, que a nadie le importaba si moría en la calle, reventado o drogado. Si no resulta Claudia, todo volverá a ser así, sin nada donde nacer, o morir, sin nada. Por eso te pido una señal, sólo una, sabes que te estoy mirando, que me tiene fascinado tu juego con la naranja, que la huelo, que se me hace agua la boca, que eres la única que me puede sacar de esta locura de estar escondido, de no salir a la calle, de creer que me persiguen, que me buscan, que si me encuentran terminaré aplastado en el piso, o con una bala en la nuca. Sólo dame una señal, gira tu cabeza. Mírame...

Un día decidí dejar de fumar, hace años. Dejé el cigarrillo que me tenía la garganta seca y la voz como estropajo. Veo que tú no fumas Claudia, veo que no haces cosas que te dañen, seguro que vas al gimnasio, alcanzo a ver tus brazos firmes, tus piernas duras. ¿Es suave tu malla, cierto? Esa malla roja que se apega a tu cuerpo, pero es mejor tu desnudez y mejor es ver cuando te estremeces frente al espejo y vas quedando sin ropa sólo para mí, que ya no quiero entrar en crisis, que estoy cansado de sentirme basura, que creo que tengo una oportunidad. No quiero dejar de fumar ahora Claudia, fumar me acerca un poco a ti, porque cuando enciendo el cigarrillo, el calor de las brasas entibia mi boca, mis manos siempre heladas y creo que vendrás y me besarás quitándome el cigarrillo para pisarlo con tu pies descalzos; es una imagen repetitiva, obsesiva, como aquella de la naranja en tu boca que vuelve una y otra vez desde que empezaron de nuevo los apagones y comencé a fumar sin parar hasta ahora. Cuando pensé que no te vería más y creí que te ibas, que me dejabas, que en realidad estabas tan lejos y bajé las escaleras corriendo para ir a buscarte, y no fui capaz de salir a la calle, de cruzar la puerta. Vi a la gente mirarme en la oscuridad, a través de la mampara de vidrio, ah, con esa expresión de asco. Y retrocedí como siempre. Subí y me escondí en el baño, y vomité y fumé y volví a vomitar y volví a fumar y cuando salí del baño para ir a buscarte miré la ventana... No había nada, nada, nada.

Daniel miró a su alrededor. Todo seguía en penumbra. En el aire, ahí lejos, los bombazos y el ulular de las sirenas.
Su habitación: semejante a la nada y poblada con sombras, con cigarrillos a medio fumar por todo el piso o ahogados en vasos con restos de vino, más un cementerio que otra cosa. La cama revuelta y eternamente sin hacer; ropa inmunda, apilada sobre la silla de siempre; un zapato colgando en la manilla de la puerta. Tantas cosas sin sentido, sin una pizca de sentido. La ventana estaba abierta, la noche tibia, sin viento, como esos días cuando parece que vendrá un gran terremoto y nos pillará a todos durmiendo. Daniel caminó a la ventana, miró hacia abajo, pensó en bajar y correr, correr hasta quedar sin aliento, pero estaba en el departamento, en el piso que ha ocultado su rostro todos estos meses. Siente ese miedo aplastante que lo obliga a huir, que lo reduce a sombras, a despojos, a pedazos.

La gente camina con rapidez por la vereda de calle Zenteno. La luz que siempre le mostraba a “Claudia”, estaba apagada. Piensa que hace tres días que no se baña. Entonces va y se ducha largamente bajo el agua helada, se peina y cambia de ropas. Enciende un cigarrillo. Era el último cigarrillo, el último de todos, quizás, cómo sabes, y es entonces cuando Daniel empieza a correr en el poco espacio que le queda, entre el desorden de los muebles, tropezando por la oscuridad, cayendo, esquivando la silla, la cama y las otras infinitas cosas que entorpecían su camino. Dio varias vueltas lo más rápido que pudo. Pensó en las veces que corrió huyendo de sus padres, de sus fantasmas, de sí mismo. Pensó que aunque corriera todo el día no alcanzaría a separarse un centímetro de su soledad, de su cobardía, de su fobia por el mundo, de su miedo eterno, que no alcanzaría a Claudia nunca aunque estuviese ahí mismo. Siguió corriendo. Giró alrededor de la pieza, el sudor como perlas en su piel, el aroma de la naranja impregnándolo todo. Viendo la imagen difusa de Claudia desnudándose para él, mirándolo, llamándolo, con los ojos fijos en la ventana, en la ventana abierta por donde entraba un soplo espeso que le dificultaba la respiración, haciendo que transpirara helado y que su propio sudor le diera asco.
En cada vuelta miraba hacia afuera casi sin pestañear, fijándose en las luces y sombras cruzando la oscuridad del apagón. La luz comenzó a volver lentamente a la ciudad, se iluminaron las cuadras contiguas y los focos en la calle. El letrero luminoso frente al departamento arrancó sus primeros parpadeos y, como otro ojo que se abría, apareció esa imagen deliciosa. La vio, estaba ahí, con la malla roja pegada al cuerpo y su naranja en mano como todos los días. La imaginó nuevamente mordiendo la naranja completamente desnuda, chorreándose de jugo, pero esta vez girando para ofrecerle la húmeda fruta. Daniel sonrió, abriendo los brazos, sin detenerse en su loca carrera dentro de la habitación y, sin dudarlo, fue al encuentro de Claudia, gritando su nombre y perdiéndose en el aire a través de la ventana.