Este cuento obtuvo el sexto lugar del concurso de cuentos de revista Caras 2005
“TAMINA”
Cesar Araos Loyola
Al ver la tapa de “El libro de la risa y el olvido” de Milán Kundera siempre imaginé una mujer sobre la cama enseñándome sin pudor sus partes más intimas. Como una boca entreabierta o como pétalos rosados de una flor carnívora llamándome con claves obscenas. Invitándome con una mirada entre pícara y deseosa y un leve gesto de complicidad. Siempre imaginé que sería una mujer de piel blanca con lunares en la espalda, ojos extensos como almendras y manos alargadas como trigos, porque me estremece imaginar los dedos largos de una hembra apretándome fuerte la espalda en el momento en que el deseo se eleva hasta tocar el techo. Siempre pensé que el libro tenía una carga erótica elemental. Que el relato se vería cruzado por sus comunes historias de Praga y la invasión Rusa, pero que lo importante y medular del libro, sería su sensualidad y la vida amorosa de esa hembra en su entorno, donde, por decirlo de alguna manera, la protagonista fuera la mujer que imagino al ver la tapa del libro. La mujer que se dispone sobre la cama como un regalo, como el único regalo amoroso de la vida, esa, que en los momentos de mayor deleite deja escapar palabras que nadie puede entender, pero que claramente expresan que se entrega con todo su cuerpo y toda la intensidad que el momento requiere. Pero que también dicen, que aunque quisiera, el alma no entra en el juego, porque el alma es algo que no le pertenece a ella ni a nadie. Que sólo tendrá dueño cuando vuelva a nacer en este mundo, en su reencarnación y se encuentre con el ser de su vida, con el hombre con el que ella sueña y que lo tiene, pero que en realidad no lo tiene.
Una vez cuando niño, un sueño distinto cambió el sabor a nada de las cosas. Soñé que un día cualquiera entraba al colegio de niñas que existía a una cuadra del mío. Curiosamente no había nadie excepto dos adolescentes algo mayores que yo sentadas sobre el mesón de la entrada. Reían coquetamente manteniendo las piernas cruzadas y dejándome ver sus muslos descubiertos arriba de la rodilla. Una de ellas, la de melena, al verme hizo un saludó sonriendo e inclinando graciosamente su cabeza a la derecha. Llevó su mano al lado de la cara y movió los dedos suavemente en un ademán maravilloso que no duró más de dos segundos. Sin darme cuenta me acerqué y la muchacha del saludo tomó de mi mano atrayéndome con seguridad hacia ella. Miró mis ojos y se fue acercado lentamente hasta sentir muy caliente su aliento femenino, su soplo húmedo en mi boca. Sin entender quién era y por qué hacía eso, cerré los ojos y me deje llevar por un beso largo y apasionado, como si nos conociéramos de siempre. Como si me hubiese estado esperando para besarme y decir con palabras de aliento que me amaba y que lo haría durante toda su existencia e incluso después. Cuando desperté, recuerdo mi masculinidad sobresaliendo del pijama y mi pecho túrgido de un sentimiento arrebatado y desconocido. Una especie de pasión que me situaba al borde del abismo y con ganas de saltar. Hasta hoy, al recordar ese sueño, pienso en esa niña y quisiera encontrarla para decirle que la he esperado toda la vida.
Es curioso como uno se hace una idea de las cosas, y como esas ideas se mantienen durante años. Esto a pesar de que la vida generalmente se empecina y nos da con el lado esquivo, con el lado que nos hace llorar o revolcarnos de rabia, de angustia o desesperación. A pesar de eso nos imaginamos situaciones que nos harían felices. Entonces, la tapa del libro toma una importancia especial. Una importancia que podríamos llamar esperanza, anhelo o ansia. Y comenzamos a soñar con cada uno de los detalles de una situación. Con episodios que extrañamente se van barajando. Que dejan de ser hechos aislados y toman un curso satisfactorio. Una evolución hacia el lado de la suma que día a día nos hará más y más felices. Como si fuese la mujer de nuestra vida empujando fuerte junto a uno o sudar con ella haciendo el amor en un caluroso día de verano. Sin que le importe que estés completamente mojado por la transpiración. Sin que se de siquiera cuenta y disfrute todo lo que su hombre pueda entregarle. Que jueguen a escudriñar sus olores para luego recordarlos o para llevarlos en las manos, en la espalda o en la boca. Como el sudor especial de la fiebre, ese de la sustancia, de los huesos que se mantiene en las narices hasta el otro día. Pero más que eso, que las intimidades de cada uno se vuelvan menos íntimas y sean más del espacio. Que se adelanten como briznas de viento. Así cualquiera las puede atrapar, las puede aspirar y recrearse con ellas. Para que en el minuto que el cuerpo se de una vuelta sobre la cama y probemos lo exquisito de acariciar la piel desnuda de una mujer o comenzar a resbalar por la espalda, desde base del cuello, con la boca, mordiéndola junto a los cabellos que en ese momento olerán a rosas o a jazmines. Ir bajando suavemente, sintiendo con los labios la fina piel de mi amante. Para respirarle en las vértebras con un aliento que le quemará el vientre y erizará sus pezones, que se clavarán en la sábana blanca como raíces en tierra fértil. Entonces, ella moverá suavemente las caderas rozándose a la cama y seguiré cuesta abajo por su espalda y buscaré con estas manos los lugares escondidos, para quitarle el placer a la tela y apoderarme. Ella lo sabrá porque se lo diré al oído, repetidamente en un susurro que se confundirá con el sonido de mis dientes en sus lóbulos, y ella responderá con suaves quejidos mientras renuevo lentamente el recorrido por su espalda de poemas que serán leídos con mi lengua viperina, que inconscientemente se deslizará cual serpiente por sus selvas que ya no estarán escondidas y serán flores abiertas para el deleite. Así le robaré saboreando papila a papila sus condimentos salobres, sus aliños amorosos. Como si esa fuera la única vez que se me permitirá alimentarme de ella, hacer que su carne tiemble con el roce de mis dientes, hasta sentir que Dios existe. Estaré listo como pistilo, como lanceta, con la ansiedad derramándose cual polen entre las alas de una abeja. Y esperaré que ella juguetee conmigo, que me amarre con sus piernas como el fuego que se apodera del pasto. Como el viento que empuja el trigal hasta reventarlo como olas en las rocas. Y seguiré besándola alocadamente como se besan los sonidos de una orquesta sinfónica en un concierto de Mozart. Dejaré que el violín y el arco sean los personajes. Que la viola y el violonchelo sean con sus arcos el encuentro perfecto de la vibración con el sonido, de la cuerda con la nota, del roce con el quejido. Ella será mía. Pero a esa altura ya lo es. Y lo es desde el momento que dijo Sí. Que le gustaría. Desde el día que nos tomamos las manos y sentimos el sudor y el cosquilleo bajar por nuestros huesos. Desde que nos miramos y la mirada comenzó a disolver nuestros temores o desde que dejó que la besara, que mis brazos se hicieran a su cuerpo, como el bote que se hace a la mar. Sin importar cuan grande será la tormenta o cuan calma será la noche. Y la abracé como ahora la ciño, ahora que el sudor se evapora y vuelve a brotar de cada poro de su cuerpo, para volver a evaporarse y volver a flotar hasta derramarse por los espejos. Ahora que seré en ella como su apéndice y surgiré de ella como un brote, como agua de nube, como voz de boca. Seré de ella como ella de mí. Y nos miraremos más que en cualquier otro minuto. Recordándonos para siempre en los adentros. Todo tendrá ese color que tienen los arreboles. Ese color sanguíneo que llena las mejillas cuando el roce de los dedos hace erizar los pelos, hace que salivemos dulce como la piel que nos acuna.
Sé, su espalda tendrá lunares, sus ojos serán como desierto en luna llena. Su pelo castaño y revuelto y en el orgasmo vocalizará palabras que nadie entiende. Como una lengua nueva, como un dialecto secreto que dirá soy tuya. Sé que ella es ella. La niña del sueño. La que miró inclinando la cabeza levemente, llevando su mano al lado de la mejilla para mover los dedos en un saludo que se repetirá hasta el fin de los tiempos. Que sin conocerme llamó con su sonrisa para luego besarme apasionadamente, para dejar su marca y su sabor en mis labios. La marca del sueño que después de tantos años se hace presente y se deja ver como la tapa de un libro. Y me imagino leyendo su espalda. Besando sus manos. Entrando en su cuerpo lentamente como una columna de hormigas. Dejando el eterno erotismo en las palabras que se transforman una a una en dialectos, pero que se traducen perfectamente en una declaración, en un orgasmo que se hace agua derramándose cual vertiente sobre mi cuerpo, haciéndolo brotar como semilla. Entonces, ella sentirá su pecho inflado, sus pezones sensibles al roce del aire, su respiración cortada y la explosión de vida dentro de ella, como si quisiera llenarla de mis secretos. Como si ella llevara a mi lado los años del mundo y nos conociéramos desde siempre y que es, sin darse cuenta, el sueño y la tapa del libro. La entrega como un regalo.
Ella sentirá que vive en él tantos años, que podrá verlo morir, verlo desfallecer en sus brazos mientras lucha con todas sus fuerzas por buscar la salvación. Como muere la protagonista del libro de Kundera, como muere Tamina, que finalmente se deja ahogar al darse cuenta que después de nadar toda la noche no ha avanzado nada. Quien percibe tan cerca la muerte que es mejor dejarse morir, dejar de luchar por salvarse, porque habrá recompensa en la próxima vida.
Sabemos que todo es posible. Que una vez que pensamos algo, en la parte etérea, en la zona inmaterial de las cosas, esa aura energiza la rueda que gira y gira hasta hacer que los engranajes abran la puerta. Entonces nos encontramos de frente con nuestro pensamiento. Con la idea que alguna vez rondó nuestra cabeza. ¿Será posible entonces que el sueño fuese premonitorio? ¿Será posible que la portada del libro de Milán Kundera evoque mis deseos ocultos? ¿Es cierto que la mujer que me dejó pensando durante años está frente a mis ojos?
Me mira, veo en sus ojos la invitación. Hace con sus dedos el mismo saludo. Es ella, no tengo duda. Si me acerco preguntará qué leo y yo le mostraré la novela “El libro de la risa y el olvido” Consultará de qué trata y le diré que es la vida de una mujer que muere en los brazos del mar. Que escapó del mundo real para llegar a una isla habitada por niños que con el tiempo comenzaron a acariciar su piel, a buscar en ella los lugares mágicos, esos que la hacen sudar y hablar sin decir palabras, sintiendo largos calofríos de placer y ella se dejó llevar sabiendo que no era posible, que en realidad sus pequeños dedos la tocaban de otra forma. Pero la envidia de los niños los llevó a odiarla, porque no querían compartir su piel con nadie. Hasta que lastimaron su cuerpo obligándola a escapar corriendo por la isla hasta lanzarse al agua. Pero después de nadar toda la noche, se encontró flotando a escasos metros de la orilla, como si hubiese nadado en círculos. Entonces, ella dejó de nadar.
Yo no quiero dejar de nadar, porque sé que el esfuerzo vale la pena. Me acerco. La saludo. Ella hace las preguntas que pensé. Le muestro la novela diciendo que esa figura es ella, la de la tapa del libro. Ella sonríe. No dice nada. Le pregunto su nombre. Ella dice Tamina. Pregunto si sabe nadar. Ella responde que no. Toma el libro de mis manos, lo hojea, mira el dibujo de la cubierta. Sonríe con sus ojos y dice: ¿No te parece una mujer enseñando su sexo?
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