31.7.06

CUENTO GANADOR XIII Concurso de Cuentos para Escritores de la Primera a la Cuarta Regiones, 2006 organizado por la Universidad Católica del Norte.

PINTADO DE ROJO
CESAR ARAOS LOYOLA


“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto,
si en primera persona o en segunda,
usando la tercera del plural o inventando continuamente
formas que no servirán de nada”
JULIO CORTAZAR



Tercera persona.
Con las manos en los bolsillos todo el tiempo recorre las calles Ñopedro. Más bien desinteresado, absorto quizás. La vista sumida en las ranuras que muestra el suelo o en la cuneta sólo con la vaga esperanza de encontrar algo, cualquier cosa que sirva o incluso no, casi da lo mismo, porque la suerte a veces lo ayuda con buenos empujones y otras nada, como mirarse al espejo en plena oscuridad o al contrario darse un baño de sol placidamente en la playa. Suele no hablar Ñopedro durante sus diarias andanzas. Según él se comunica con los perros, alguna vez se dijo, pero no con cualquiera, por ejemplo, esos perros que pasean con sus amos cola arriba mirando al frente y haciendo desprecios, esos no, esos tienen otro idioma, una forma especial que él particularmente no entiende. Pero aquellos que levantan la pata en cualquier árbol o se echan al pie de una banca a dormir la tarde entera, a esos sí les entiende, y de vez en cuando se enfrasca en largas conversaciones con ellos entendiendo sus penas y anhelos, hilvanando esa esperanza que se escapa a veces de las manos como dientes de león en el viento. Conversa con los perros dice él, mientras se le ve gesticulando frente a un animal que de vez en cuanto levanta la cabeza y lo mira con los ojos tristes. Le cuenta de sus condenas, de su adolescencia, de sus padres o los hijos que algún día jugaron en el patio. Viéndolo en las calles muchos pensarán que Ñopedro está loco y tal vez lo está.

De la espalda engancha su viejo bolso lleno de cachivaches: Clavos, tornillos, tapas de plástico, botones, revistas, fotos, ropa. Ordenando cada cosa en un lugar determinado, digamos; en una caja, un sobre, una carpeta o en lo que sirviera para separar sus hallazgos. Como quien separa en el closet las camisas de los calzoncillos y los calcetines o los zapatos, de las corbatas. Como quien aparta un antes y de un después, un delante, un frío, un verano cualquiera de otro con tormentas.
Una vez más se agachó Ñopedro y cogió una colilla de cigarro a medio consumir. Bastante larga, pensó. ¿Quién querría botar un cigarrillo de buena familia así de nuevo? Hizo un gesto con la boca, una mueca de satisfacción, diría, aprendida inconscientemente de su padre cuando era pequeño. De esas cosas que se hacen sin darse cuenta, pero cuando otro lo ve dice: “igualito a su padre”. Eran casi las tres de la tarde, mucho calor para darse el placer volvió a pensar y se sentó al borde de la cuneta. Escarbó en la mochila. Eligió una caja plástica. Abrió la tapa. Un cartón color verde separaba dos espacios. A un lado tabaco suelto, usado, de las colas más deterioradas que encontraba. En el otro lado, esas que él veía mejor, dignas de acercarles un fósforo y encenderlas directamente. Echó ahí el pucho acomodándolo con otros, también fumados. Tomó uno en particular que guardaba desde hacía tiempo en una cigarrera de plata dentro de la misma caja plástica. Lo llevó a su nariz y olió con una aspiración larga. Lo puso en su boca, no para fumarlo, para besarlo justo en la parte del filtro que tenía un color rojo, una marca de labios, un rojo mujer. Un rojo mujer.

Tercera plural.
Con la mano tapando sus bocas reían, como no queriendo. En plena calle a unos diez metros de la persona que zigzagueando de un lado a otro de la vereda, trataba de afirmarse del aire. Se hacían a un lado. Los que pasaban se quitaban de su camino o lo rechazaban haciendo más precario su equilibrio. Finalmente cayó. El piso lo recibió con su aspereza, con su falta de amigos, haciéndolo rebotar como saco de papas. Cuando trató de levantarse el esfuerzo no soportó sus pantalones roídos que se rasgaron justo en la parte posterior dejando al aire una masa de carne escuálida, blanquecina y mugrienta. Nadie se acercó a auxiliarlo. Por eso reían. El pobre hombre llevó su mano izquierda a la cabeza que comenzaba a sangrar. Eso parecía darles más motivo y ya no tapaban sus bocas dejando que las carcajadas cruzaran la calle. Se levantó finalmente haciendo esfuerzos. Caminó algunos pasos y se sentó en el borde de la calle. Buscó su sucio morral y sacó un también sucio pañuelo que usó para limpiar el hilillo de sangre que escurría por su lado izquierdo.
El ciclista no reía, se mantenía al otro lado de la calle haciéndose el desentendido. Pensaba que no fue su intención, que no pudo evitar chocar a la persona que se agachó justo en el momento que él pasaba. No sabe si los que ríen con tantas ganas vieron realmente lo sucedido, tal vez no, pero casi no importa, porque la persona en ese momento se ve mejor y ha logrado incorporarse hasta alcanzar la vereda. No se atreve a prestar ayuda, a ser solidario. ¿Sería acaso un mal motivo? ¿Un impulso para sentirse tonto cuando lo contara a sus amigos? ¿Qué pensarían los que ríen?

Primera singular.
Para detallarles algo puedo decir que ya nada tiene ese sentido del principio. Que vine para estar mejor, para encontrar bienestar, estabilidad y por qué no, felicidad. Junté el dinero necesario. Convencí a mi familia. Vendí la casa que tanto esfuerzo me costó comprar ahorrando peso tras peso. Haciendo malabares para no pasarme en la cuenta del supermercado. Comprando en Patronato las mismas cosas que uno puede comprar en las tiendas, pero a precio más justo. Trabajé casi hasta la enfermedad. Día y noche, meses seguidos. Todo estaba saliendo bien, estaba resultando como quería. Un buen trabajo, tranquilidad y por decirlo así, más tiempo para uno (esto entre paréntesis) Pero no. No…

Cualquier forma.
Como les dije, Ñopedro se sentó en la cuneta junto a la vieja mochila. Desangrando intensamente el lado izquierdo. Los risueños se habían ido. Ya no era gracioso seguir mirando eso tan cómico como al principio. El ciclista, seguramente tomó su medio de transporte y siguió su camino, tal vez a su casa o donde su madre. ¿Quién sabe con certeza nada en este mundo?. Ñopedro amarró el pañuelo a la cabeza, la mancha roja se veía desde lejos, pero a nadie importada; ¿Algo importa realmente? Sacó de su mochila un sobre amarillento y comenzó a ordenar papeles sobre la vereda. Los transeúntes sorteaban el obstáculo casi tropezando, diciéndole cosas poco amables, insultándolo incluso, pero él ni siquiera alzaba la vista. Como siempre cabizbajo, absorto quizás. Eran fotografías. Algunas sólo pedazos o recortes de diario que llevaba hacía mucho. Una seguidilla de fotos tipo carné fue tapizando el piso en una especie de organigrama. Unas arriba y otras en un orden que sólo él sabía. Las acomodaba para que estuvieran derechas, pero el viento que provocaban los vehículos al pasar las volvía a desordenar. No importaba. Sacó una de las cajas plásticas, la colocó a un lado. Buscó un libro de lomo ancho y lo acomodó junto a la caja. Volvió la vista hacia las fotos, tomó un tarro metálico con tornillos y clavos y dispuso un elemento sobre cada imagen. Tocó su cabeza. Las fotos ya no se movían. Tal vez los autos ya no pasaban porque había deseado que no pasaran. Pero eso no es posible. En realidad nada es posible de lo que pensamos o soñamos en este mundo. Abrió la caja plástica y dejó la tapa sobrepuesta. Tomó el libro. Obras completas de Shakespeare, edición Aguilar, papel biblia. Hojeó las páginas mojando su dedo índice, dejando una nueva marca sobre las hojas que algún día fueron blancas. Se detuvo en el Rey Lear. Acto cuarto “Vale más ser así, y saberse despreciado, que sentirse siempre despreciado y con adulación. Ser el peor, el más bajo y el más abyecto trasto…” Pensó un minuto, su cabeza fue a algún lugar lejano, porque sus ojos se perdieron en el fondo de un lago negro que no lo dejó hacer nada hasta que un perro de cola elevada pasó sobre sus papeles. A quién le importa. Fue a la última página disponible, soneto XCVI. Las otras hojas del final ya no existían. Leyó: “Unos dicen que tu defecto es…” No le gustó. Nunca le gustaron los sonetos ni los juicios. Tal vez por eso seguía vivo sin haber intentado realmente acabar con todo de una buena vez. Dobló la hoja sólo un poco al borde de la página y recortó cuidadosamente. Acomodó el trozo de papel entre sus dedos y separando la tapa de la caja plástica acomodó el rancio tabaco sobre los sonetos. Con una destreza poco usual movió los dedos dejando sólo un trocito del papel a la vista. Lo mojó con la lengua y cerró el cigarrillo. Miró nuevamente las fotos. Buscó en la mochila. Encontró fósforos y lo encendió. Aspiró lenta y largamente el humo, como si eso le proporcionara un placer enorme. Volvió la vista hacia el lejano lago negro de su mente y expiró una fina hebra que inmediatamente se disolvió.

Tercera persona.
No tenía más posesiones que las que llevaba consigo. Alguna vez sí, (lo imaginamos). Para dormir generalmente se ayudaba de los albergues del “Hogar de Cristo” donde conseguía comida y algo de abrigo en el invierno. Pero su casa era la calle, ¿dónde más podría vivir? Era el personaje. Ñopedro decían cuando se acercaba a alguna casa a pedir un vaso de agua o un trozo de pan. ¿Quién era? Sólo Ñopedro, nada más. Ñopedro. En realidad su verdadero nombre no era ese. Nada que ver con Pedro. ¿Alguien se acercó alguna vez a preguntarle? ¿El le contó a alguna persona? Quién sabe. ¡Quién sabe algo en este mundo¡ Sólo apareció por las calles, por las plazas, hasta que la mugre fue más que él y se comenzó a notar. No porque lo vieran realmente, porque los pobres no se ven aunque estén a nuestro lado. Si no por algo que tenía que era distinto, su mirada comúnmente en un lago negro o su conversación con los perros, tal vez su barba crecida como los apóstoles o su abrigo largo y sucio como cuesta imaginar y que no soltaba por nada como uno de sus valiosos tesoros. Una vez trataron de quitarselo en el hogar para darle otro, pero no lo soltó hasta que prometieron lavarlo y devolvérselo. El aceptó, porque aun creía en las personas. Aunque ya no en él. No en él.

Cualquier forma.
Ñopedro tomó las fotos una por una. Las observó largo pasándole los dedos. En divagación volvió muy atrás en su vida. Su niñez en Santiago, sus paseos por el parque Forestal mirando las parejas que se amaban sobre el pasto, su fascinación por los perros callejeos que siempre se veían tan contentos auque cojearan de la pata trasera. Tiraba piedras al río siempre turbio que cruzaba la ciudad llevándose todo aquello que nos desagrada, arrancando de los pacos cuando robaba fruta del Mercado Central, o las veces que vio los cuerpos flotando río abajo sin entender la indiferencia de la gente que no miraba casi. Sus vacaciones en Melipilla, los tíos, sus incursiones amorosas con la Maite, su prima. La forma que tocaron sus cuerpos la primera vez que se arrancaron la ropa entre la siembra de frutillas, sintiéndose como nunca lo habían hecho, para luego esparcirse las frutillas maduras por el pecho, la espalda y los brazos y comer esa pasta dulce directamente del cuerpo. El olor que emanaba de ella, a carne, a puericia, a fruta madura. Olor a pasto, a humedad, a álamos, a miel, a pan amasado. Qué sé yo cuanta cosa al mismo tiempo que aún Ñopedro percibía como presente y llenaba sus ojos de nostalgia. Volvió a aspirar el cigarrillo hasta el fondo de sus pulmones y recordó a los niños, sus niños, lo felices que serían en el campo, lo que se habían perdido por venir a este descampado inútil siguiéndolo, lo que él había perdido. Qué daría hoy por un plato de porotos con rienda, de esos que engullía de dos o tres según fuera el hambre, según fuera el día, ojalá de esos días lluviosos con viento a principio de invierno, donde no importaba el agua que escurría por la Alameda como un río, donde había que luchar con las hojas de los plátanos orientales volando y chocando con la cara de la gente que corría a sus casas después del trabajo. Para él eso era parte del juego, perseguir las hojas, ahogarse con viento fresco y mirar cómo se cubría el cielo con esas nubes negras y más negras que repentinamente dejaban escapar una enceguecedora fulminación de luz que dejaba sus ojos viendo blanco como el verdadero cielo y luego el estruendo entre los cerros que sacudía todo haciendo saltar las últimas hojas de los árboles y que anunciaba las primeras gotas cayendo en tierra seca como bombardeo sobre Dresden, o sobre Bagdad a punto de destruir la biblioteca de Babilonia. Eso se perdieron sus hijos, se perdieron correr por el campo, subir a los nogales a triturar nueces, se perdieron bañarse desnudos en algún estero perdido entre los cerros, perseguir conejos para tratar de darles una buena patada en las costillas y sobre todo las frutillas, las frutillas derramándose sobre el cuerpo blanco de una mujer joven que sonríe y se deja amar mientras ama, como la caricia del mar sobre la arena, del viento de otoño sobre las hojas. Miró esas fotografías, las únicas y volvió a tocarse la cabeza sintiendo palpitar el hematoma que se hizo al caer. Y en silencio pidió clemencia. Pidió perdón.

Primera singular.
Nada como fue proyectado. La bicicleta, sólo un medio para volver a sentir lo que he querido olvidar. Estoy aquí, sentado en la vereda sin absolutamente nada. Sólo un montón de recuerdos inútiles e inalterables. El camino largo como son estos caminos, la visión hasta el otro mundo si lo pienso. El día claro, luminoso. La llegada tan cercana. Sólo unos minutos. Entonces la sombra, esa como nube oscura cargada de pequeñísimas arenas, eso como temporal de viento acarreando negro, oscuridad o qué se yo. Ella, sentada a mi lado. La canción en su boca, los niños siendo un coro. El recorte lo dice y yo también lo digo. Las curvas no dejan ver el camino. No vi nada hasta que sentí que el océano estaba más cerca y que el camino era suave como el aire. Suave como el aire.

Cualquier forma.
Son casi las cuatro de la tarde, el aire marino entra por la ventanilla y crea un ambiente grato. Natalia dice que quiere encender un cigarrillo, pero antes busca en su cartera el color rojo y lo aplica en sus labios. Era una costumbre. Alguna vez le contaron que su abuela, una mujer francesa, pintaba con su boca todo lo que tocaba. Talvez de ahí. O de esa idea de que el tabaco arruga los labios y entonces ella cubre su boca con rush para que el humo no la toque directamente. Alberto, conociendo bien el ritual presiona con su mano derecha el encendedor del automóvil. Espera unos segundos y este salta avisando que está listo. Natalia lo retira y da fuego al cigarrillo. Los niños han dejado de cantar porque la cinta llegó a su término. Natalia da una primera pitada lanzando el humo por la ventanilla. Cierra los ojos para descansar la vista de aquel día tan claro, especialmente del reflejo del sol sobre el mar. Se ve más azul que otras veces, piensa. Los niños en el asiento trasero hablan algo entre sí, sienten el cansancio del viaje a Iquique en sus piernas. Alberto mira hacia delante y toma las curvas con soltura. Conoce el camino de memoria de tanto ir y venir por el desierto. Faltaba poco para llegar, para ir a la playa, encontrarse con los amigos de infancia que, igual que ellos, decidieron cambiar de ciudad. Alberto igualmente siente el cansancio, tal vez el detenerse a estirar las piernas y tomar un trago de bebida helada le hubiese dado el ánimo que en ese momento necesita para no acordarse de sus molestias. Sin embargo, absorto en sus pensamientos el trabajo se lo lleva, la conversación con su jefe para ver como arreglan el problema con el auditor de la empresa. Nada grave piensa Alberto, aunque nos quitará bastante tiempo. Bastante tiempo.

Primera singular.
Como cada día me agache a recoger lo de siempre. Una moneda en este caso que serviría para el albergue. Una moneda grande. Como esos billetes que tan fácilmente pasaron desde una a otra cuenta. De repente un grito ronco y un golpe que me lanzó directo hacia la vereda. El desequilibrio en mis piernas. El piso y la sangre corriendo por mi cabeza. No importaron las risas de los que ríen. (Siempre hay alguien que se siente feliz por una u otra cosa). No importó el ciclista que sin darse cuenta me golpeó con la rueda hasta hacerme caer. La suerte en realidad no existe. Esto es parte de lo que está escrito en mis manos desde el principio. Las fotos son algo real. Algo que fue, sólo eso, una realidad, una sonrisa, una cara con juventud, con lozanía. Un trozo de pasado soñando presente. Eso. Qué más…

Tercera plural.
Llegó la ambulancia ululando. Los automóviles acomodándose en la orilla del camino para ver lo sucedido. En el último recodo del barranco un vehículo humeando intensamente. Ningún movimiento delata sobrevivientes. Un descuido tal vez los ha lanzado hasta el fondo. Nada que hacer decían algunos, que después de mirar un rato decidían que no se podía bajar. La pendiente es muy pronunciada. Deben haber muerto todos. Pero nadie sabía quienes eran todos. Si había en realidad más de uno entre los escombros. Después de un rato alguien amarró una cuerda al parachoques de un camión e intentó un descenso. En largos minutos llegó al final de la hondonada y trató de abrir las puertas del automóvil. ¡Son cuatro!, gritaba, ¡Necesito ayuda! Descendió el auxiliar de la ambulancia, al parecer con alguna experiencia, descolgó una camilla de esas que inmovilizan al paciente con amarras. Cuando llegó confirmó tres muertos. Y anotó algo en una libreta de tapa negra.

Tercera persona.
Con los ojos llenos de lágrimas, Ñopedro termina de fumar su cigarrillo y lentamente acomoda cada uno de los recortes y fotos de la vereda. El sobre amarillento alberga nuevamente los papeles. Uno de los recortes deja leer entre sus arrugados trozos “Horrible accidente mató a una familia” Ñopedro se toca la cabeza. Siente nuevamente una punzada en la espalda, era la de siempre, algo sin importancia, piensa. La primera vez que notó ese malestar, otros dolores no lo dejaban identificar cual era cual, o de donde salía más sangre; de la cabeza o de la pierna, de la cara o la espalda. O si la sangre era suya o de quién sabe. Con lágrimas Ñopedro deja en su cara surcos que cruzan su barba y se estiran hasta el cuello. Hace siete días que no va al “Hogar de Cristo”. Allá comúnmente lo meten a la ducha y puede sacarse la mugre de pies y orejas, deja correr el agua por su cara como la lluvia de principios de invierno. Hoy no ha juntado lo suficiente, dormirá en cualquier recodo que le ofrezca el camino. Por lo menos la época no es tan fría y el mal tiempo tardará aún un par de meses.

Ñopedro saca nuevamente la caja del tabaco y toma el cigarrillo pintado de rojo. Lo acomoda en la nariz para olerlo como siempre hacía y repentinamente decide encenderlo. Sus labios apretaron fuerte, más bien con rabia y aspiró mientras el fuego se convertía en braza. Con el primer aroma la voz de su mujer, a lo lejos, comentaba algo que no recuerda con la claridad de antes. Identifica su voz entre miles de voces de mujer que alguna vez cruzaron sus oídos. Una especie de niebla le cerraba la vista hasta que perdió el miedo. Cuando reaccionó el cielo parecía más azul y el aire entraba de otra forma por la ventanilla. La voz de Natalia era un grito agudo que cortaba el espacio y sus manos se aferraban del volante con más tristeza que alarma. En su estomago una especie de asco por si mismo, una bola de ahogo que le quita el aliento. ¡Qué hice Dios mío!
Nada queda ahora. Los niños sólo una foto. El cigarrillo que ella fumaba en ese momento se convierte ahora en el humo que ella hubiese querido aspirar y botar por la ventanilla. Con los quinientos de la moneda hubiera ido hoy al albergue. Piensa una vez más que no debió salvarse, que no es justo vivir para ver lo que hizo, para sentirse miserable como el Rey Lear. Siente nuevamente que no hay camino, que salta al vació como esa vez. Pide perdón. Pide perdón llorando, porque otra vez siente ese deseo malsano de matarse. Quiere dejar este mundo donde nada vale la pena. El dinero ya no importa. El contador terminó siendo el culpable del capital faltante. Los jefes ya no existen. “Me quedé dormido” declaró Alberto cuando pudo decir alguna palabra para finalmente salir absuelto de la justicia de los hombres después de pasar un par de meses en el hospital y otros en la cárcel, donde no paró de llorar ni un solo día.

Cualquier forma.
Por eso no se sabe cómo o a quién contarle esto, si contarlo de ida o de vuelta, usando recuerdos o situaciones actuales, sabiendo que los perros lo han escuchado por años y según ellos está perdonado, diciéndole que Dios sabe de su arrepentimiento, sin embargo él no lo cree, cree que los animales mienten, que en realidad esto es el infierno que se merece y sufre tocando una a una las fotos que aún conserva en el sobre amarillo, fumando tabaco sucio y desmembrando día a día el tomo de Shakespeare que tanto le gustaba a Natalia. Hoy se hace humo uno de los últimos recuerdos de ella, como esa despedida que tanto añora de este mundo. Pone sus labios en el filtro pintado de rojo y aspira, siente el sabor del tabaco rancio, lo picante del tabaco añejo, sin embargo escucha su voz, la ve pintarse de rojo los labios diciendo “Creo que es hora de fumarse un cigarrillo” con esa voz tan de mujer, tan exacta en su boca roja. Entonces, la ve abrir la cartera y sacar de ella la cigarrera de plata que dice era de su abuela francesa. Escucha los niños cantar a coro, los ve en su cabeza en el momento de nacer con la inundación de agua del parto, dar sus primeros llantos de vida. Se emociona Alberto. Vuelven a rodar por su cara los lagrimones que dibujan surcos de mugre. Cuando termine de fumar guardará el filtro como su verdadero último recuerdo, hasta el día que lo decida, el día que los perros no lo convenzan y entable sobre él el verdadero juicio. O se vuelva a agachar recoger algo, cualquier cosa, desde un clavo hasta una moneda, ojala un billete que le alcance para un buen plato de porotos o dos si es posible, aunque tenga que comerlo como siempre en la cuneta. Porque se lo merece, porque todo tiene su precio, porque los perros mienten, porque alguien debe reírse, porque los ciclistas van por la calle atropellando y luego emprenden su camino a casa de su madre o donde sea, porque nunca debió estafar a su empresa, porque a pesar de todo lo único que queda son los recuerdos y la lluvia con viento sobre la cara y las frutillas en los pechos de la Maite y el cigarro pintado de rojo y el humo saliendo por la ventanilla y los muertos flotando en el Mapocho y la idea de emprender un camino mejor con los niños cantando a coro, cantando a coro.

5 Comments:

At 4:44 p. m., Blogger Camii said...

Buenisimo...
Merecido el primer lugar...

Saludos!


Pase por el mio.

 
At 2:43 p. m., Anonymous Anónimo said...

pasé un ratito a decir hola, es que ya me estoy yendo a Valparaiso etc., etc.

click en mi nick y aparecera mi pagina , je, je, je.

(ya te linkeé en la misma por si las moscas)

 
At 5:05 p. m., Anonymous Anónimo said...

Pueden ver una reseña breve de una de las literaturas más singulares de la Argentina aquí:

http://www.santiagocultura.com.ar/literatura.htm

 
At 2:24 p. m., Blogger Dama Satán said...

Cesar, ya te linkeamos por fin en http://kurupi.blogspot.com
Saludetes desde Paraguay.

 
At 7:21 p. m., Blogger Perro said...

Saludos Cesar. Aquí el periodista que te entrevistó el otro día para El mercurio de Afta. Debuté con un blog.

 

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